11 jun 2011

"Doctor la Muerte"


Columna del Obispo de Salto, Mons. Pablo Galimberti.


Acaba de fallecer el “Doctor Muerte”, como llamaron al médico armenio-americano Jack Kevorkian, inventor de una máquina para provocar un suicidio fríamente calculado. Pasó 8 años en prisión, acusado de homicidio en segundo grado, al haber aplicado una eutanasia agresiva a 130 enfermos incurables. Pero por lo que se sabe él no recurrió a su invento para adelantar su muerte. Señal de que no estaba tan convencido. Su vida fue llevada al cine en el 2010, interpretada por Al Pacino.

Qué diría el autor del Eclesiastés cuando escribía su poema: “Todo tiene su tiempo… tiempo de nacer y tiempo de morir” (3,1-2). Tanto el comienzo como el final eran considerados acontecimientos naturales que apenas admitían modificación.

Hoy, el desarrollo de las ciencias biomédicas que prolongan la esperanza de vida, las presiones de algunos profesionales y de centros de salud, las  urgencias de los familiares y el alejamiento de la muerte en muchos sectores de la cultura predominante, han alterado la idea, la experiencia y la valoración de la “propia” muerte. Subrayo lo de “propia” pues la muerte por guerras, fenómenos climáticos, accidentes, hambrunas y violencias silenciosas que no aparecen, generalmente violentas, es el pan amargo de cada día. 

Los avances de la medicina permiten disponer de terapias con las que se puede luchar eficazmente contra muchísimas enfermedades. Pero esto tiene también su contrapartida. Hoy se habla de “encarnizamiento terapéutico” para referirse a una acción médica centrada en prolongar la vida del enfermo, pero que puede ser muy cruel para el mismo paciente, ya que  significa la prolongación de un proceso irreversible, acompañado de graves dolores y angustias.

Para muchos la muerte es como la Parca que de modo fatídico corta el hilo. Erich Fromm propone una pista de reflexión en su libro Etica y Psicoanálisis. Para él el síntoma del “horror de morir” es el resultado “del fracaso de no haber sabido vivir; es la expresión de nuestra conciencia culpable por haber malgastado nuestra vida. Morir es dolorosamente amargo, pero la idea de tener que morir sin haber vivido es insoportable”. Entonces antes que entristecernos por un final anunciado, deberíamos preguntarnos cómo vivimos en el presente.

La propia muerte o la de un ser cercano sólo puede aceptarse abriéndonos a un sentido espiritual de la vida, que incluso psiquiatras como Viktor Frankl, lo proponen como un necesidad profundamente humana. Ante la pérdida del ser más querido que plantea la pregunta si la vida tiene ya sentido, dice Frankl: “¡Ay del hombre cuya fe en el sentido de su existencia vacile al llegar este momento!”. Y desde un ángulo clínico postula la necesidad de encontrar energías espirituales para superar esos duros golpes. La fe en un sentido superior, entendida como algo más allá o con un sentido religioso en un Dios Providente, “tiene una extraordinaria importancia. Para quien se hace fuerte en esta fe no existe, en última instancia, nada carente de sentido” (Psicoanálisis y Existencialismo). 

A la Hermana Muerte, como la llamaba amablemente Francisco de Asís, a veces le pedimos treguas y alargues, al descubrir tareas o cuentas pendientes. Aún en estos casos, la historia interior de una persona, en todo su dramatismo e incluso en su dolor trágico, no acontecerá nunca “en vano”, aunque no llegue a escribirse ninguna novela que la relate.

En mayo de 1890, en el sur de Francia, un pintor con una enfermedad mental alucinatoria se recluyó voluntariamente en el área psiquiátrica del hospital. Pintaba con la urgencia de quien sabe que sus días están contados. Fueron las pinturas más hermosas y profundas de toda su vida. Sabía captar el sufrimiento de los aquejados por enfermedades, vejez y abandono. Tituló un cuadro “Anciano en la tristeza en el umbral de la eternidad”.  En una silla con asiento de paja, burdos zapatos y ropa hospitalaria azul pálido. Ese anciano, Van Gogh, será un día cualquiera de nosotros. La enfermedad, la vejez y el tránsito por este mundo son los tres inevitables.

“Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana Muerte corporal…”, rezaba San Francisco.





Columna publicada en el Diario “CAMBIO” del 10 de junio de 2011





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